lunes, 18 de junio de 2012

Algo de Caligrafía tonal


"Cuando Berta Singerman recita “Tú me quieres blanca” de Alfonsina Storni, se suma necesariamente mi escucha a la suya (ese modo de apropiarse del poema, de convertirlo en experiencia propia), pero además habría que pensar en la recuperación de una práctica concreta, la de la recitación que supone, las más de las veces, la pérdida de contexto autoral o estético de ese poema, como dice Schettini, su transformación en “memoria de la lengua” (p. 13). Se escucha Storni, entonces, pero también un poema que rearma su contexto en el acto de recitar: un poema dicho por Singerman que será a la vez de todos los que lo escuchan, más allá de Storni.
La puesta en voz, de este modo, agrega una serie de escuchas al texto, o una serie de lecturas y, entonces, genera un espacio crítico en relación al original, tal como lo plantea Peter Scendy para el arreglo musical. La escucha ya es, al menos, doble –“oímos doble”, se trata de una escucha “bífida”; p. 53 y 54–  y propone una distancia en la versión tonal, aún en los movimientos más mínimos.
¿Y de qué está hecha esa caligrafía inexistente? No sólo del timbre o del acento de ciertas voces, repito (aquél que pesa para un rioplatense cuando se escucha a Pablo Neruda, entre otros), tampoco de la relación unilateral con el poema; lo que allí está sonando y forma parte del proceso complejo de simetrías y asimetrías es, además,  un murmullo, el de la cultura. Porque así como digo que Perlongher me lleva hacia Tita Merello, también se escucha en su grabación de “Cadáveres” la apuesta del neobarroso, su relación con el barroco del siglo de oro e incluso con la poesía argentina coloquialista de la década del 60 (la voz como manifestación de linajes culturales, dirá Monteleone: “El poema habla con un tono que se reconoce en los antepasados, establece sus parentescos y crea, a la vez, una sucesión”; p. 150); y más, porque allí se escucha la tilinguería, el tono del chisme barrial, la sentencia de la autoridad,  entre muchos otros; cuando Pound lee se escucha el tono del salmo y también la escansión de la poesía clásica; cuando Singerman recita escuchamos nuestra voz o la de otro diciendo el poema en voz alta ante la maestra, recuperamos ciertos actos escolares y también la historia de la declamación.
Entonces, lo que uno escucha en las puestas en voz es, también,  algo de carácter colectivo e histórico, lo que Zumthor llama vocalidad, “la historicidad de una voz: su empleo” (p. 23) y que Silvia Adriana Davini prefiere plantear como producción para alejarse de la idea instrumental de “empleo” (p. 86): “La noción de vocalidad es fluida y amplia, e involucra a la producción vocal, al habla e inclusive al silencio; ritmos, timbres, velocidades, texturas, articulaciones combinados por un grupo dado en un tiempo y lugar determinados.” (p. 121).
La voz no existe, en estos casos, sin la escucha; aquí dejan de funcionar o se suspenden el mandato moderno de lectura individual, silenciosa, del poema y el mito de escribir sin pensar en el lector, ese que le hacía decir a Rubén Darío en “Palabras liminares” a Prosas profanas: “La gritería de trescientas ocas no te impedirá, silvano, tocar tu encantadora flauta, con tal de que tu amigo el ruiseñor esté contento de tu melodía. Cuando él no esté para escucharte, cierra los ojos y toca para los habitantes de tu reino interior”. Hay un público bastardeado y dos escuchas posibles para la poesía, la de los artistas (los poetas) y la propia. La melodía, por otra parte, es espacial, construye finalmente una zona, la del reino interior y divide este adentro de un afuera, el del ruido.
Es Barthes quien define la territorialidad de la escucha. Él habla de los distintos tipos de escucha, la psicoanalítica, que desarrolla o instaura el orden de la significancia e incluye no sólo el territorio del inconciente sino sus “formas laicas: lo implícito, lo indirecto, lo suplementario, lo aplazado; la escucha se abre a todas las formas de la polisemia, de sobredeterminación, superposición” (p. 255); aquella que tiene que ver con el desciframiento de los signos –ineludible si se trata de la escucha poética, claro– y una más primitiva, la que está atenta a los índices, que arma un territorio doméstico, familiar, plantea límites precisos. Un niño pequeño está atento a los pasos de su madre, un animal a los de su presa o su enemigo. La alteración de los índices deviene en inseguridad, en inquietud (no se puede identificar un sonido); la escucha entonces, es un alerta. Los poetas escuchaban “el griterío de las trescientas ocas” como amenaza y otras veces la amenaza será el ruiseñor, justamente. Porque algunas voces y algunas lecturas poéticas suenan amenazantes en tanto desajustan lo previsible de la audición (aquello que en cada momento histórico y en cada lugar, por qué no, se entiende como lectura o recitación de un poema). En este sentido habría territorios de mayor estabilidad –más cerrados, con una tradición mayor– y territorios más lábiles donde es posible escuchar de modo nuevo"

Ana Porrúa. Fragmento de "La puesta en voz", en Caligrafía tonal. Ensayos sobre poesía, Buenos Aires, Entropía, 2011.