"Cuando Berta Singerman recita “Tú me quieres blanca” de
Alfonsina Storni, se suma necesariamente mi escucha a la suya (ese modo de
apropiarse del poema, de convertirlo en experiencia propia), pero además habría
que pensar en la recuperación de una práctica concreta, la de la recitación que
supone, las más de las veces, la pérdida de contexto autoral o estético de ese
poema, como dice Schettini, su transformación en “memoria de la lengua” (p. 13).
Se escucha Storni, entonces, pero también un poema que rearma su contexto en el
acto de recitar: un poema dicho por Singerman que será a la vez de todos los
que lo escuchan, más allá de Storni.
La puesta en voz, de este modo, agrega
una serie de escuchas al texto, o una serie de lecturas y, entonces, genera un
espacio crítico en relación al original, tal como lo plantea Peter Scendy para
el arreglo musical. La escucha ya es, al menos, doble –“oímos doble”, se trata
de una escucha “bífida”; p. 53 y 54– y
propone una distancia en la versión tonal, aún en los movimientos más mínimos.
¿Y de qué está hecha esa caligrafía
inexistente? No sólo del timbre o del acento de ciertas voces, repito (aquél
que pesa para un rioplatense cuando se escucha a Pablo Neruda, entre otros),
tampoco de la relación unilateral con el poema; lo que allí está sonando y
forma parte del proceso complejo de simetrías y asimetrías es, además, un murmullo, el de la cultura. Porque así
como digo que Perlongher me lleva hacia Tita Merello, también se escucha en su
grabación de “Cadáveres” la apuesta del neobarroso, su relación con el barroco
del siglo de oro e incluso con la poesía argentina coloquialista de la década
del 60 (la voz como manifestación de linajes culturales, dirá Monteleone: “El poema habla con un tono que se reconoce en los antepasados,
establece sus parentescos y crea, a la vez, una sucesión”; p. 150); y más, porque allí se escucha la tilinguería, el tono
del chisme barrial, la sentencia de la autoridad, entre muchos otros; cuando Pound lee se
escucha el tono del salmo y también la escansión de la poesía clásica; cuando
Singerman recita escuchamos nuestra voz o la de otro diciendo el poema en voz
alta ante la maestra, recuperamos ciertos actos escolares y también la historia
de la declamación.
Entonces, lo que uno escucha en las
puestas en voz es, también, algo de
carácter colectivo e histórico, lo que Zumthor llama vocalidad, “la
historicidad de una voz: su empleo” (p. 23) y que Silvia Adriana Davini
prefiere plantear como producción para alejarse de la idea instrumental de
“empleo” (p. 86): “La noción de vocalidad es fluida y amplia, e involucra a la
producción vocal, al habla e inclusive al silencio; ritmos, timbres,
velocidades, texturas, articulaciones combinados por un grupo dado en un tiempo
y lugar determinados.” (p. 121).
La voz no existe, en estos casos, sin
la escucha; aquí dejan de funcionar o se suspenden el mandato moderno de
lectura individual, silenciosa, del poema y el mito de escribir sin pensar en
el lector, ese que le hacía decir a Rubén Darío en “Palabras liminares” a Prosas profanas: “La
gritería de trescientas ocas no te impedirá, silvano, tocar tu encantadora
flauta, con tal de que tu amigo el ruiseñor esté contento de tu melodía. Cuando
él no esté para escucharte, cierra los ojos y toca para los habitantes de tu
reino interior”. Hay un público bastardeado y dos escuchas posibles para la
poesía, la de los artistas (los poetas) y la propia. La melodía, por otra
parte, es espacial, construye finalmente una zona, la del reino interior y
divide este adentro de un afuera, el del ruido.
Es Barthes quien define la territorialidad de la escucha.
Él habla de los distintos tipos de escucha, la psicoanalítica, que desarrolla o
instaura el orden de la significancia e incluye no sólo el territorio del
inconciente sino sus “formas laicas: lo implícito, lo indirecto, lo suplementario,
lo aplazado; la escucha se abre a todas las formas de la polisemia, de
sobredeterminación, superposición” (p. 255); aquella que tiene que ver con el
desciframiento de los signos –ineludible si se trata de la escucha poética,
claro– y una más primitiva, la que está atenta a los índices, que arma un
territorio doméstico, familiar, plantea límites precisos. Un niño pequeño está
atento a los pasos de su madre, un animal a los de su presa o su enemigo. La
alteración de los índices deviene en inseguridad, en inquietud (no se puede
identificar un sonido); la escucha entonces, es un alerta. Los poetas escuchaban “el griterío de las trescientas ocas”
como amenaza y otras veces la amenaza será el ruiseñor, justamente. Porque algunas voces y algunas lecturas poéticas suenan
amenazantes en tanto desajustan lo previsible de la audición (aquello que en
cada momento histórico y en cada lugar, por qué no, se entiende como lectura o
recitación de un poema). En este sentido habría territorios de mayor
estabilidad –más cerrados, con una tradición mayor– y territorios más lábiles
donde es posible escuchar de modo nuevo"
Ana Porrúa. Fragmento de "La puesta en voz", en Caligrafía tonal. Ensayos sobre poesía, Buenos Aires, Entropía, 2011.